pulgarcita

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Pulgarcita - Hans Christian Andersen 1805-1875

Una viejita muy pobre y muy buena se encontraba sola en el mundo, pues se le habían muerto todos los parientes. Como ya no estaba en edad para casarse, le preguntó a una hechicera cómo tendría que hacer para conseguir una niña que la reconociese como madre. Y la hechicera la contestó:

—Aquí tienes un grano de cebada. Es de una clase especial que nada tiene que ver con la que cosechan nuestros agricultores. Siémbralo en una maceta de flores y verás lo que sale.
Después de agradecer a la maga, la pobre mujer entró en su casa y plantó el grano de cebada donde aquélla le había dicho. No tardó en brotar una linda y fragante flor parecida a un tulipán, pero completamente cerrada.

—¡Qué hermosa flor! —dijo la viejita, besando sus hojas coloradas y amarillas.

Al contacto de los labios de la buena mujer, la flor se abrió ruidosamente, tomando por completo la forma de un tulipán. En su fondo se podía ver a una niña muy pequeñita, linda y delicada. Tan pequeñita era, que su estatura no pasaba de la de una almendra. Por eso la llamaron Pulgarcita.

La anciana le dio por cama una cáscara de nuez, prolijamente barnizada a muñeca. Por colchones tenía pepitas de violeta, y por colcha, una hoja de rosa. Pulgarcita dormía allí durante la noche, y las horas del día las pasaba jugando sobre la mesa, donde la viejita había colocado un plato lleno de agua, rodeado por una corona de lindas flores. En el plato había una hoja grande de tulipán, sobre la que se sentaba la niña con toda comodidad y navegaba de una orilla a otra con auxilio de dos pequeñas agujas que le servían de remos.
Era un lindo espectáculo contemplarla. Y por si esto fuera poco, cantaba con voz tan dulce y afinada que parecía una caja de música. Los pajaritos, y hasta las mismas moscas, dejaban de volar para oírla.

Pero una noche, mientras Pulgarcita dormía plácidamente, un sapo horrible entró en la pieza por un cristal roto y trepó hasta donde estaba la cáscara de nuez que servía de la cama a la niña. Maravillado quedó el animal al verla. Y dijo:

—No podía haber encontrado mejor esposa para mi hijo.

Y sin perder más tiempo, agarró la camita y saliendo por donde había entrado, se llevó a Pulgarcita al jardín, entre cuyas flores corría un pequeño arroyo que daba a un pantano en el que vivía el sapo con su hijo, que era tan asqueroso como él. Lo cual, en verdad, ya es mucho decir.

—¡Coac, coac, brequequequé! —gritó, admirado, el sapito al ver a tan hermosa niña en la cáscara de nuez.

—Habla más bajo —le dijo el padre;— no sea que despierte. Como es tan ligera como la pluma del cisne, a lo mejor se nos escapa. La colocaremos en una hoja ancha de higuera en medio del arroyo, para que viva allí como en una isla. Por miedo de ahogarse, no se irá. Mientras tanto, nosotros prepararemos en el fondo del pantano el aposento en el cual viviréis una vez casados. Y espero que tú, hijo mío, seas el más feliz de la familia.

—Como para no serlo con semejante esposa —dijo el sapito.

Inmediatamente, el sapo viejo saltó al agua para elegir una hoja de higuera. Cuando hubo encontrado la que le pareció más conveniente para el caso, la sujetó a la orilla por el tallo y colocó en ella la cáscara de nuez donde Pulgarcita dormía plácidamente.
A la mañana siguiente la niña despertó y al ver dónde se encontraba, se echó a llorar amargamente, pues comprobó que el agua la rodeaba por completo, resultándole imposible volver a tierra.

Mientras tanto el sapo viejo, después de haber construido el aposento para los novios, adornándolo con rosas y florecitas amarillas, en compañía de su hijo se dirigió nadando hasta donde estaba Pulgarcita, para llevarse la nuez a la habitación. Inclinándose cortésmente en el agua delante de ella, le dijo:

—Te presento a mi hijo, a quien te he destinado por esposa.

—¡Coac, coac, brequequequé! —canto el sapito, horrorizando con su voz y su aspecto a la pequeña.

Entre padre e hijo agarraron la linda camita barnizada a muñeca y se la llevaron al aposento del fondo del pantano. Mientras tanto, Pulgarcita, sola en la hoja de higuera, lloraba de pena pensando en aquellos animaluchos tan feos y repugnantes y en el matrimonio que la esperaba con uno de ellos.

Algunos pececitos que oyeron lo que dijo el sapo quisieron ver a la niña, y al comprobar que era linda, comprendieron que sería muy desdichada si se casaba con un animal tan horrendo, por lo que resolvieron desbaratar la boda. Se reunieron alrededor del tallo que retenía la hoja y lo cortaron con los dientes.

Inmediatamente la hoja fue arrastrada por las aguas y llevó a la niña tan lejos que, aunque los sapos, al notarlo, se pusieron a nadar, no pudieron alcanzarla. Por el camino, una mariposa muy blanca, empezó a revolotear a su alrededor, atreviéndose al fin a posarse en la hoja, pues quería ver de cerca de la niña, que era más pequeña que ella.
Contenta Pulgarcita por haberse librado de la terrible amenaza de casarse con aquel adefesio, se deleitaba contemplando el esplendor de la naturaleza. Aprovechando la compañía de la mariposa, desató su cinturón y después de haberlo atado por un extremo al insecto y por el otro al tallo de la hoja, avanzó por el arroyo a mayor velocidad de la que llevaba la corriente.

En eso pasó cerca de ella un escarabajo de alas azules, que al verla la agarró con una pato por su frágil talle y la subió a lo alto de un árbol, mientras la hoja de higuera continuaba navegando con la mariposa que seguía tirando sin poderse desprender. Fue terrible el susto de la pobre niña al verse transportada por tan espantoso insecto. Igualmente sufría al pensar que la pobre mariposa blanca moriría de hambre y fatiga por su culpa.

El escarabajo la colocó sobre la hoja más grande del árbol, le regaló néctar de flores y le hizo mil cumplidos. Todos los escarabajos que habitaban en el árbol acudieron a visitarla. Ellos admiraban su hermosura, pero ellas —escarabajas—, moviendo las antenas, decían con desprecio:

—¡Qué poquita cosa! No tiene más que dos piernas y dos bracitos… Y no tiene ninguna antena. Y es delgada como un hombre. ¡Valiente fenómeno!

Pulgarcita, como ya hemos dicho, era encantadora, y aunque al escarabajo que la había robado le parecía linda, al oír expresarse tan despectivamente a las mujeres de su familia, terminó por considerarla fea y la despreció. La bajaron del árbol y la colocaron sobre una margarita, con lo que le fue devuelta la libertad. Y , aunque la niña se alegró de verse libre de tan monstruosa compañía, le mortificó haber sido expulsada por considerarla fea, pues estaba acostumbrada a oír alabanzas sobre su hermosura.
Pulgarcita pasó todo el verano solita en el bosque. Se hizo un lecho con pajitas y lo colgó bajo una hoja de árbol para resguardarse de la lluvia. Se alimentaba con el néctar de las flores y aplacaba la sed bebiendo las gotitas de rocío que por la mañana se juntaban en el pasto.
Así pasó también el otoño, pero al llegar el invierno empezó a sufrir, pues hacía mucho frío. Además, todos los pajaritos que la habían entretenido con sus cantos se alejaron; los árboles se desprendieron de su follaje; las flores se marchitaron, y la hoja que le servía de techo y reparo, se arrolló, se agrietó y se redujo a un tallo seco y amarillo.

La infeliz Pulgarcita sintió aún más los rigores de la estación, porque sus livianos vestidos empezaron a caerse hechos jirones.

Luego empezaron las nevadas, y cada copo que la tocaba le producía un efecto terrible. Aunque se envolvía en una hoja seca, no lograba entrar en calor. Consideraba cercano el momento en que iba a morir de frío.

Cerca del bosque donde estaba, había un gran campo de trigo, del cual no se veía más que el rastrojo sobre la tierra helada. A Pulgarcita le pareció tan grande como un bosque. Muerta de frío llegó a la cueva de una rata en la que se entraba por un agujero disimulado bajo la paja. El animalito que allí vivía gozaba de buena posición, pues poseía un granero repleto, una buena cocina y un amplio comedor. La niña llamó a la puerta como si fuera una limosnera, suplicando que le dieran un grano de cebada, pues hacía dos días que no comía.

—¡Pobrecita! —respondió la rata, compadecida, pues tenía buen corazón—. Ven a comer conmigo. De paso, te calentarás, pues estás temblando.

No tardó el animalito en tomar cariño a Pulgarcita y la invitó a pasar con ella el invierno.
Al hacerle el ofrecimiento, le dijo la rata a Pulgarcita:

—Puedes vivir aquí durante el invierno, pero a condición de que arregles la casa y me cuentes algún cuento.

La niña aceptó muy contenta y no tuvo de qué quejarse, pues la rata no era exigente y comía muy bien. Y un día le dijo a Pulgarcita:

—Prepárate, que un día de éstos tendremos visita. Se trata de un vecino que acostumbra a venir una vez por semana. Es más rico que yo; tiene una cueva con grandes y lujosos salones y viste una magnífica piel de terciopelo.

Y luego agregó:

—¿Sabes una cosa?

—¿Qué, señora rata?

—Que te he encontrado novio.

—Es que yo no quiero casarme.

—Una chica de tu edad y, sobre todo, estando sola en el mundo, debe tener un marido que la mantenga y la proteja.

—Me basta con lo que usted me da a cambio de mi trabajo, y con su protección.

—Pero yo soy muy vieja, Pulgarcita. Cuando yo me muera, ¿qué será de ti?

—Entonces Dios dirá; pero mientras tanto déjeme estar a su lado.

—De ninguna manera. Yo te quiero mucho y, precisamente porque te quiero, te he buscado un lindo novio. Y no me repliques, si no quieres que me enoje y te eche de mi casa.

—Si me lo manda, bueno: me casaré. Aunque me muera del disgusto.

—No se trata de eso. Yo no quiero que te cases a disgusto. Te presento el novio, y si te gusta, os casáis…

—¿Y si no me gusta?

—Ya te buscaré otro.

—Es que yo no quiero ninguno.

—Pues a alguno tendrás que querer. Esto sí que te lo impongo como obligación.

—Está bien. ¿Y quién es ese primer novio que quiere presentarme?

—El señor Comadreja. Esta noche vendrá, y espero que seas amable con él.

—Haré todo lo posible.
Efectivamente, aquella misma noche se presentó en la cueva de la Rata el señor Comadreja, atusándose los bigotes y moviendo orgullosamente la cola.

Al serle presentada Pulgarcita por la dueña de la casa, el visitante sonrió mostrando unos dientes blancos y afilados que eran su orgullo.

A la niña aquella sonrisa le heló el corazón. Le resultaba muy antipática y le causaba un miedo feroz, tan feroz que la pobrecita no pudo menos de exclamar:

—¡Uy, qué dientes tiene!

—Son mis armas de combate, nena —contestó el aludido— Gracias a mis dientes, procuro mi sustento y castigo a los que quieren mal. ¿Usted me quiere mal?

—No, yo no lo quiero ni bien ni mal. Simplemente, no lo quiero.

—Ya me querrá con el tiempo. Sobre todo cuando sepa que trata con el terror de los gallineros, a quien el mismo zorro teme.

—¿Y qué hace en los gallineros? ¿Vigila las gallinas?

—Sí, las vigilo para podérmeles llevar los pollos y los huevos. Sobre todo, los huevos. ¡Cómo me gustan!

Y, al decir esto, se relamía los bigotes en los que habían quedado partículas de su reciente comilona.

—¿Y a quién le pide usted los pollos y los huevos?

—¡A nadie! ¿A quién se los voy a pedir? Voy, los agarro y me los llevo a mi casa, cuando no los despacho allí mismo, si es que tengo mucha hambre, cosa que me ocurre una noche sí y otra… también.

—¡Jesús! Entonces, usted es un ladrón.

—¡Niña! —la reprendió doña Rata.

—Déjela, que tiene razón —intercedió el señor Comadreja—. Soy ladrón, es cierto. ¡Y a mucha honra!

—Entonces, no quiero saber nada con usted.

—Pues tendrás que saber o de lo contrario…

Al decir esto último, hizo rechinar los dientes de una manera que Pulgarcita se puso a temblar.

La conversación había tomado un cariz tal, que la misma rata se inquietó y buscó un pretexto para dar por terminada la visita.
Cuando quedaron solas la Rata y Pulgarcita, ésta se echó en brazos de aquélla y le dijo, llorando:

—¡Por compasión, señora! No me haga casar con un sujeto tan depravado.

—No es lo que te imaginas —le contestó la rata—. Es cierto que roba, pero lo hace como la cosa más natural del mundo. Ladrones fueron sus padres y ladrón es él y ladrones serán sus hijos.

—¡Qué horror! ¡Hijos ladrones!

—Para ellos ser ladrón es como para otros ser carpintero o escribano. Es su medio natural de vida, y lo consideran lógico y hasta legal.

—Pero no me negará que es un bravucón. ¿Ha visto qué alarde hace de sus dientes?

—Ese sí es un defecto, hija mía. No debía complacerse en asustar a las personas pacíficas como tú. Y lo peor es que se ha enamorado perdidamente y, valido de sus armas bucales, no estará dispuesto a largarte mientras le quede un solo diente.

—¿Mientras le quede un solo diente?

—Sí; mientras le quede un solo diente.

—Entonces, ya estoy salvada.

—¿Qué piensas hacer?

—Ya lo verá usted. Cuando vuelva mañana a visitarme, déjelo por mi cuenta.

—Está bien, hija. Y que Dios te ilumine.

Pulgarcita y doña Rata se fueron a dormir, y cuando a la noche siguiente el señor Comadreja apareció con su acostumbrado aire de matón, la niña se apresuró a atenderlo con una solicitud que contrastaba con el desdén miedoso del día anterior. Al poco rato de entablada, hizo derivar la conversación a los gustos predilectos de su pretendiente: los pollos y los huevos. Y le dijo:

—¿No ha visitado nunca el gallinero de la granja de los Cuatro Caminos?

—No. Nunca me dio por rondar aquellos lugares, aunque algunos compañeros me han ponderado la calidad de sus productos.

—Y no le han mentido. Las gallinas de allí ponen los mejores huevos de la comarca.

—¿De veras? —preguntó Comadreja, quien ya se le estaba haciendo la boca agua.

—¡Y muy de veras! Con decirle que todos son de dos y hasta de tres yemas.

—¡De tres yemas! —exclamó el ladrón en el paroxismo de la gula.

Pero al poco rato cambió de tono, como si le hubieran echado un balde de agua encima. Y dijo:

—¿Qué hacemos con que haya huevos de tres yemas, si tienen allí un mastín que no deja arrimar a nadie?

—Es cierto. Pero también es cierto que esta noche no estará el mastín.

—No estará el mastín, pero estará el granjero, que tiene una escopeta que no falla y una puntería que falla menos que la escopeta.

—Tampoco estará él. Me he enterado que esta noche el granjero, la granjera y los granjeritos irán a velar a un pariente que se encuentra gravemente enfermo. Y como siempre que salen de noche se llevan al perro para que los ladrones no los asalten en el camino, en la granja no quedará más alma viviente que la de las gallinas y los cerdos, suponiendo que cerdos y gallinas tengan alma.

—Si es así, allá voy ahora mismo. Y me daré un atracón de huevos de tres yemas en el mismo gallinero, pues se me ha abierto el apetito de par en par.

—Vaya y que le haga buen provecho.

El señor Comadreja salió a escape en dirección a la granja de los Cuatro Caminos.

Se acercó con cuidado, por si no eran ciertos los informes de Pulgarcita. No tardó en comprobar que la niña no había mentido. En la finca reinaba el más profundo de los silencios, y el mastín no daba señales de vida, pues aunque en ese momento pasaba un carro, no hizo notar su presencia con los cavernosos ladridos de costumbre.

El taimado y precavido ladronzuelo se atrevió, cruzó el patio, penetró en el gallinero sin hacer ruido y se dirigió al ponedero.

Pulgarcita no lo había engañado. ¡Qué maravilla de huevos los que estaban allí sobre la paja! Grandes, limpios y lustrosos como no había visto otros en su vida. Sin poderse contener, se abalanzó sobre el rico manjar que se le ofrecía y le clavó los dientes al que le pareció de tres yemas. Inmediatamente lanzó un quejido y algo saltó por los aires yendo a rebotar sobre las losas del piso, algo que no era precisamente la cáscara del huevo de tres yemas, sino los dientes del señor Comadreja. ¿Qué había pasado? ¡Casi nada!: que los huevos del ponedero no eran tales, sino simples imitaciones de duro mármol, que la granjera colocaba allí para invitar a las gallinas a poner.

¡Adiós, herramientas de trabajo y armas de defensa! No le quedó al señor Comadreja un solo diente entero. Dolorido y derrotado, se fue a su madriguera, de la que salía de tarde en tarde sin hacerse ver de nadie, para alimentarse de yerbas y gusanos.

Y Pulgarcita, que se había puesto de acuerdo con la granjera para tenderle la trampa al ratero, se vió libre para siempre de tan temible y antipático pretendiente.
Pero doña Rata quería casar a toda fuerza a Pulgarcita. Y una noche le dijo.

—¿Sabes una cosa? Te he encontrado otro novio.

—¿Quién es? —preguntó la niña, ahorrando las protestas y prefiriendo pensar en la manera de sacarse al festejante de encima.

—Es el caballero Langosta. Un señor ceremonioso, de patas y brazos muy finos y que viste siempre de levita. Esta noche vendrá a verte.

Efectivamente, después de cenar llamaron a la puerta y apareció el nuevo pretendiente de Pulgarcita.

Esta lo observó bien. Como había dicho la Rata, su porte era distinguido, y sus manos, aristocráticas; pero apenas le estrechó la diestra, correspondiendo a su saludo, se lastimó los dedos. Es que el visitante tenía en sus brazos y piernas unos afilados serruchos.

—¡Ay! ¿Qué es eso? —preguntó la niña.

—Eso lo tengo para saltar.

—¡Cómo! ¿Un señor tan serio salta? ¿Y por qué salta?

—Para ganar tiempo mientras voy comiendo todo lo que encuentro en mi camino.

—¿Todo lo que encuentra?

—Sí. Todo lo que encuentro. Siempre tengo hambre y nada me sacia. Ahora mismo te comería a ti.

—¡Jesús! —exclamó Pulgarcita, echándose en brazos de la Rata.

—No tengas miedo, que todo ha sido una broma — dijo el caballero Langosta.

—Sí, pero bien que le he visto una bocaza con afilados dientes. Y vea: se le está cayendo la baba.

—Pues es verdad —dijo el pretendiente, secándose los labios, visiblemente contrariado.

—Por lo visto, se le hacía agua la boca solamente de pensar que me iba a comer.

—No seas tonta. Te digo fue una broma. Pero apenas hablo de comida me babeo como una criatura.

—Pues, entonces, no ganará para comer.

—No preciso ganar nada. Como todo lo que encuentro, sin necesidad de ganarlo.

—¡Ay, señora! ¡Otro ladrón!…

Y Pulgarcita se volvió a echar llorando en brazos de la dueña de casa. Esta procuró abreviar la entrevista, y el caballero Langosta se retiró, prometiendo regresar al día siguiente.
El día siguiente era víspera de San Juan, y desde la cueva de la Rata se veían, llegada la noche, las fogatas que habían encendido los chicos de las granjas vecinas. Pulgarcita contemplaba el fuego con melancolía. De buena gana hubiera ido a saltar alrededor de las hogueras, en lugar de aguardar la visita del famélico pretendiente. Este no tardó en aparecer, deshaciéndose en reverencias.

—¿Te gusto o no te gusto? — le preguntó a la niña.

—Le seré franca —contestó ésta—. Me gustaría si en lugar de saltar, volara. Entonces sí que me casaría con usted.

Se atrevió a lanzar esa afirmación en la seguridad de que pedía un imposible, ya que no le había visto alas al caballero.

—Entonces, serás mía —dijo Langostines, con vivo júbilo—. Inmediatamente me haré volador.

En efecto, como estaba en edad de pelechar, se sacó su vestimenta de saltarín y pareció con unas largas y potentes alas transparentes.

—¿Y puede volar con eso? —preguntó Pulgarcita, por decir algo.

—¿Qué si puedo? Ahora verás.

Y, elevándose hasta cerca del techo, ganó la puerta de la cueva y salió al campo. Allí se encontró con lo inesperado: las fogatas de San Juan, que en distintos puntos elevaban sus lenguas de fuego. No pudieron resistir la atracción de la luz, se dirigió volando a la que estaba más cerca y pereció entre las llamas. Con lo que Pulgarcita se vió libre de otro pretendiente.
Todavía no había pasado una semana de la trágica muerte del caballero Langosta cuando doña Rata le dijo a Pulgarcita:

—Prepárate, que hoy tenemos la visita que un día te anuncié. La del vecino más rico que yo, ese que tiene una cueva con grandes y lujosos salones, y viste una magnífica piel de terciopelo.

Si quisiera casarse contigo, estarías bien, pues no te tendría muy atada, ya que no ve ni más acá ni más allá de sus narices. Cuéntale las historias más lindas que sepas y se divertirá mucho.

A pesar de las ventajas que destacaba la rata, Pulgarcita no tenía ningún deseo de casarse con el vecino, que era un topo. Este no tardó en presentarse.

Su conversación era monótona y soñolienta. No supo hablar de otro cosa que de sus riquezas y sus instrucción, diciendo pestes del sol y de las flores, pues nunca los había visto.

La niña cantó las mejores canciones que sabía, y el topo, encantado, se apresuró a pedirla en matrimonio. Interrogada Pulgarcita, manifestó que lo iba a pensar.

Deseando el topo resultar grato a sus vecinas, les dio permiso para que se pasearan por una gran bóveda subterránea que acababa de construir entre las dos viviendas, pero les advirtió que no debían asustarse de un pájaro muerto que iban a encontrar y que había quedado allí enterrado cuando empezó el invierno.

El primer día que la Rata y Pulgarcita resolvieron corresponder al ofrecimiento del topo, éste las fue guiando por su largo corredor, llevando entre los dientes un pedazo de madera vieja que brillaba como un fósforo. Al llegar al lugar donde estaba el pájaro muerto, levantó con su hocico una parte de la tierra del techo e hizo un agujero por el que penetró un rayo de sol, con lo que la niña pudo ver tendido en tierra el cuerpo yacente de una golondrina, espectáculo que le dio mucha lástima. El topo empujó brutalmente con las patas el cuerpo del pájaro y dijo:

—Ya no nos atormentará más los oídos. Estas criaturas, después de cantar como locas en verano, se mueren de hambre en el invierno. Afortunadamente, ninguno de mis hijos tendrá la desgracia de ser pájaro.

—¡Muy bien dicho! —exclamó la Rata—. Con el canto no se para la olla.

Pulgarcita no dijo nada, pero en cuanto sus compañeros hubieron vuelto la espalda, se inclinó sobre la golondrina yacente y, separando las plumas que le cubrían la cabeza, le dio un beso en los ojos.

—A lo mejor es ese pajarito que cantaba tan graciosamente para mi este último verano— pensó —. ¡Pobrecito!… Te compadezco de todo corazón.

Una vez que hubo tapado el agujero, el topo obsequió a sus amigas con una merienda y luego las acompañó a su casa.
Aquella noche Pulgarcita no podía dormir, pensando en la golondrina muerta. Se levantó y tejió un lindo tapiz de pasto y se fue a la bóveda del topo y cubrió con él al pájaro yacente. Luego le puso a ambos lados un poco de algodón que había encontrado en la casa de la Rata, para preservarlo del frío de la tierra.

—¡Adiós, pájaro lindo! —le dijo—. Te estoy agradecida por la hermosa canción con que me divertías durante el verano, cuando yo podía calentarme al sol.

Al decir esto, apoyó la cabeza sobre al pecho de la golondrina y se levantó asombrada al sentir una ligera palpitación del corazón del pajarito, que en realidad no estaba muerto sino aterido de frío. El calor prodigado por la niña lo había resucitado.

Sabrán ustedes que durante el otoño las golondrinas emigran a los países cálidos y que si alguna se detiene en el camino el frío termina por voltearla como muerta. Comparada con ella, cuya altura no excedía de una pulgada, la golondrina parecía un ave monstruosa. Por ello se asustó un poco al notarla con vida, pero la buena intención le dio ánimo, y apretó el algodón alrededor del pájaro, fue a buscar una hoja de menta que ella usaba como sábana y se la puso sobre la cabeza.

Cuando a la noche siguiente fue a ver a la golondrina, la encontró resucitada del todo, pero tan débil que apenas pudo abrir los ojos para mirar a la niña.

—A ti te debo la vida —le dijo la golondrina—, pues le has dado a mi cuerpo el calor que necesitaba. Dentro de poco habré recuperado las fuerzas, y podré reanudar el vuelo calentándome a los rayos del sol.

—Por ahora no debes pensar en eso —le replicó Pulgarcita—. Afuera hace mucho frío. Hasta que no venga la primavera, debes quedarte aquí. No te preocupes, que yo te cuidaré.

Como el pajarito le manifestara que tenía sed, le llevó agua en el pétalo de una flor. La enferma bebió y le contó que, habiéndose lastimado una ala en una planta espinosa, no había podido seguir a sus compañeras a los países de clima cálido. Muerta de fatiga, había rodado por tierra con el conocimiento perdido hasta que recibió la ayuda de la niña.

Mientras duró el invierno y sin que la Rata ni el topo lo supieran. Pulgarcita atendió a la golondrina amorosamente. Y cuando llegó la primavera, el pájaro, que había recuperado todas sus fuerzas, se despidió de la niña y salió por el agujero practicado por el topo en el techo, que Pulgarcita había destapado. La golondrina, agradecida, le dijo a su bienhechora que la acompañase al bosque sentada sobre sus espaldas; pero la niña, considerando que su ausencia causaría mucha pena a la rata, que tan bien se había portado con ella, no aceptó el ofrecimiento.

—Entonces, ¡adiós! —le dijo el pajarito, elevándose hacia el cielo. Y agregó cuando ya estaba fuera—: Cuenta con mi eterno agradecimiento.

Pulgarcita se quedó muy triste. Para colmo, no podía salir a calentarse al sol, porque el trigo brotaba alto sobre la casa de la rata, formando un bosque tupido e impenetrable. Y un día le dijo la dueña de casa:

—Conviene que vayas preparando tu ajuar. El señor Topo ha pedido tu mano y para casarte con él debes estar bien provista.

La niña, resignada con su suerte, tomó la rueca, y la rata contrató como obreras a cuatro arañas, que eran grandes tejedoras. Todas las tardes el topo las visitaba y les hablaba del horror del verano, por lo que la boda no se realizaría hasta bien entrado el otoño.

Pulgarcita todos los días iba a presenciar la salida y la puesta del sol desde la puerta de la cueva, viendo el cielo a través de las espigas que agitaba el viento. Admirando la naturaleza, pensaba mucho en la golondrina, pero debía de estar tan lejos, que posiblemente ya no la volvería a ver.

Pasaron los meses, llegó el otoño y la niña vió terminado su ajuar. Y un día le dijo la rata:

—Dentro de cuatro semanas te casarás con el señor Topo.

Pulgarcita lloró, pues la asustaba aquel individuo tan fastidioso y aficionado a la oscuridad.
—No te pongas así —le dijo la rata—. Considera que se trata de un buen partido. Si te afliges, me enojaré y te daré un mordisco.

La niña, atemorizada, contuvo su llanto. Y llegó el día de la boda. Se presentó el topo muy contento, dispuesto a llevarse a Pulgarcita bajo tierra, donde ya no vería nunca más la luz del día, puesto que el que iba a ser su marido no podía soportar los rayos del sol.

La niña, para despedirse de lo que ya no volvería a ver, salió afuera, donde ya habían cortado el trigo.

—Ya no te veré más, lindo sol — dijo, y abrazando una flor —: ¡Adiós, amiga mía! Si ves a la golondrina, salúdala en mi nombre y dile que soy muy desgraciada.

En aquel momento oyó un cantito, levantó la cabeza y vio pasar a su pájaro amigo.

La golondrina manifestó una inmensa alegría al verla y bajó para hacerle mil caricias. La niña le contó que la querían casar con un señor muy feo que vivía bajo tierra y que aquel mismo día debía celebrarse la boda a la que concurrirían como testigos algunos sapos y lombrices.

—Como se acerca el invierno —le dijo la golondrina—, debo irme a los países cálidos. Si quieres venir conmigo, puedes subir a mi espalda. Huiremos lejos, muy lejos de ese señor que odia al sol, allí donde el verano y las flores son eternos. Ya que me salvaste la vida cuando yacía en el sombrío corredor muerta de frío, yo te salvaré ahora del peligro que te amenaza. Decídete, no seas tonta.

—¡Sí, iré contigo! —le dijo Pulgarcita—. Es cierto que la rata me ha favorecido mucho, pero también es cierto que ahora quería obligarme a casar a disgusto.

Se sentó en la espalda de la golondrina atándose con su cinturón a una de las plumas más fuertes, y enseguida se sintió llevada por encima de los bosques, del mar y de las montañas. Cuando sentía frío, se acurrucaba bajo las plumas calientes del ave, sacando solamente la cabecita para admirar las bellezas del paisaje que se ofrecía a sus pies. Y llegaron a los países cálidos donde la viña brota en todos los surcos, donde hay bosques enteros de limoneros y naranjos y donde las más maravillosas plantas exhalan embriagantes perfumes.
La golondrina se detuvo cerca de un lago azul en cuyas márgenes se levantaba un castillo de mármol con una cúpula en la que había gran cantidad de nidos. Uno de aquéllos era la vivienda de la amiga de Pulgarcita.

—Aquí tienes mi casa, que es la tuya —le dijo el pájaro—, pero no te recomiendo que vivas en ella pues hace mucho frío en invierno y mucho calor en verano. Mejor que elijas una linda flor. Te depositaré en ella y haré lo posible para que tu permanencia sea agradable.

Flores coloradas, blancas y azules crecían entre los fragmentos de una columna en ruinas. La niña eligió una de ellas, y allí la depositó la golondrina.

La admiración que sentía Pulgarcita por las magnificencias que la rodeaban creció de punto al ver a un hombrecito blanco y transparente como el cristal, adornado con una diadema de oro y apenas de una pulgada de altura, que estaba sentado en la misma flor. En la mano llevaba un cetro de oro y piedras preciosas y de los hombros le salían unas alas resplandecientes. Aquel lindo personaje era el príncipe de las flores, que reinaba sobre todo al jardín.

Lejos de asustarse por la aparición, Pulgarcita se quedó mirándolo con embeleso.

Cuando el príncipe vió al ave gigantesca, se asustó, pero se repuso al mirar a Pulgarcita, que le pareció la mujer más linda del mundo. Le puso su corona en la cabeza y le preguntó si consentía en ser su esposa.

¡Qué diferencia con el sapo asqueroso y el topo estúpido! Aceptándolo sería la reina de las flores. Le dijo que sí y no tardó en recibir la visita de parejas compuestas por bizarros caballeros y hermosas damas, que salían de cada flor para ofrecerle lindos regalos. Entre éstos, el que más le agradó fue un par de alas transparentes que habían pertenecido a una gran mosca blanca. Tan pronto le fueron colocadas, pudo volar de flor en flor.

La golondrina, desde el nido, hacía oír sus mejores canciones, aunque en el fondo de su corazón se sentía triste por haberse tenido que separar de su bienhechora, a la que, sin embargo, visitaba frecuentemente.

Y Pulgarcita vivió muy feliz con su esposo durante larguísimos años. Y tuvieron muchos hijos, tan pequeñitos, que al nacer no eran más grandes que un granito de anís; pero todos muy lindos e inteligentes.
Mientras tanto, ¿qué fue del Topo?

Resulta que el día de la boda, cuando llegó la hora para su consagración se presentó en la cueva de la rata.

—¿Todavía no está lista Pulgarcita? — preguntó.

—¡Ay, señor Topo —le contestó la rata—, qué desgracia tan grande!

—¿Qué ha pasado?

—Que la chica ha desaparecido.

—¿La habrá secuestrado algún rapaz del campo?

—Temo algo más desagradable para usted: que se haya fugado para no unir su vida a la tuya.

—¿Dónde ha ido? Dígamelo en seguida. Donde sea iré, y la obligaré a vivir conmigo, aunque sea a golpes. Y si, a pesar de eso, se resiste, la mataré.

—Yo lo sé —exclamó una lombriz que envidiaba la suerte de Pulgarcita.

—¿Dónde? ¡Dímelo pronto! — vociferó colérico el Topo.

—Por allí, en el lomo de un pajarito —contestó la lombriz, señalando el firmamento en dirección al sol.

El Topo, no acordándose del daño que le hacía la luz, miró de frente al astro rey y los rayos de éste lo provocaron la muerte.

Y así terminó el mal sujeto que quería casar a Pulgarcita contra su voluntad.