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El camino de tierra se acabó bruscamente. Eugenio detuvo su todo terreno junto a un árbol y se dispuso a cubrir el resto del trayecto a pie, tal y como venía haciendo los últimos días. Simplemente por seguir la costumbre, cogió su maletín negro, aunque sabía que no había nada en él que le pudiese ayudar en aquel complicado caso.

Eugenio era veterinario y conocía muy bien su profesión, a la que amaba y se dedicaba por completo. Pero llevaba ya varias noches sin dormir por culpa del asunto que se traía entre manos y que se le resistía tenazmente. Él estaba preparado para luchar contra todos los virus y las enfermedades del ganado, pero nada podía contra otro tipo de fuerzas. Desde luego, en la facultad de veterinaria no le habían enseñado a luchar contra la superstición ni contra el mal de ojo, que acampaba libremente en aquel apartado rincón del mundo.

Ascendió con dificultad por el abrupto sendero montañoso, igual que había hecho los días anteriores, aunque ahora su ánimo era distinto. El abatimiento y el desánimo se habían apoderado casi por completo de él. Deseaba con todas sus fuerzas ayudar a aquellas pobres familias que estaban a punto de hundirse en la miseria, y no podía. El hecho de que hubieran acudido a él, un veterinario, era la prueba más evidente de su desesperación. Antes de llamarlo a él, todas las brujas y curanderos del lugar habían intentado paliar la desgracia, empleando todos sus conjuros y rituales, sin resultado alguno.

Las vacas no daban leche. Se malograban las crías de todo el ganado. Las gallinas no ponían huevos. Y en general, todos los animales presentaban un aspecto escuálido y enfermizo en consonancia con el entorno. Porque también los campos se habían secado y ni una cosecha salió adelante. Pero lo más extraño es que la enfermedad parecía haber afectado también a las personas, pues todos comenzaban a demostrar síntomas de debilidad y depresión.

Milagros Oya, El dado de fuego