Recursos educativos - Lenguaje Secundaria - Resumen de un texto

Recursos educativos - Fichas didácticas

Lee con atención el texto.

El gran complot del ratón

            Mis cuatro amigos y yo habíamos advertido que al fondo de la clase había una tabla del entarimado que estaba un poco suelta, y cuando la levantamos haciendo palanca con la hoja de un cortaplumas, descubrimos un amplio espacio hueco debajo. Aquel, decidimos, sería nuestro escondrijo secreto para ocultar caramelos y otros pequeños tesoros, como castañas locas, cacahuetes y huevos de pájaro. Todas las tardes, concluida la última lección, aguardábamos los cinco a que la clase se vaciara, y entonces levantábamos la tabla y examinábamos nuestro tesoro escondido, añadiéndole o retirando alguna cosa tal vez.

            Hasta que cierto día, al levantarla, encontramos un ratón muerto tendido entre nuestros tesoros. Resultó un descubrimiento emocionante. Thwaites lo sacó, agarrándolo por la cola, y lo balanceó delante de nuestras caras.

            -¿Qué vamos a hacer con él? -dijo.

            -¡Huele que apesta! -gritó uno-. ¡Tíralo por la ventana enseguida!

            -Aguanta un poco -dije yo-. No lo tires. Thwaites vaciló. Todos me miraron.

            Cuando se escribe acerca de uno mismo hay que hacer un esfuerzo por decir la verdad cabal. La verdad es más importante que la modestia. Debo deciros, pues, que fui yo y sólo yo quien tuvo la idea del formidable osado complot del ratón. Todos tenemos nuestros momentos de brillantez y de gloria, y aquel fue el mío.

            -¿Por qué no lo echamos en uno de los tarros de caramelos de la señora Pratchett? -propuse-. Luego, cuando meta en él su mano cochina para coger un puñado, cogerá un ratón muerto que apesta de mal que huele.

            Los otros cuatro me miraron llenos de admiración. Luego, a medida que fueron captando todo el genial alcance del complot, empezaron con risitas y más risitas. Me daban palmadas en la espalda. Me aclamaron y se pusieron a dar brincos por toda la clase.

            -¡Lo haremos hoy mismo! -gritaron-. ¡Según volvemos para casa! La idea ha sido tuya -me dijeron-, conque puedes ser tú el que ponga el ratón en el tarro.

            Thwaites me pasó el ratón muerto. Me lo guardé en el bolsillo del pantalón. A continuación salimos los cinco de la escuela, atravesamos la plaza y pusimos rumbo a la confitería. Estábamos excitadísimos. Nos sentíamos como una banda de malhechores que se disponen a asaltar un tren o a volar la oficina del sheriff.

            -Procura meterlo en un tarro de los que se usan a menudo -dijo uno de ellos.

            -Voy a echarlo con los inflamofletes -dije yo-. El tarro de los inflamofletes no está nunca detrás del mostrador.

            -Yo tengo un penique -dijo Thwaites-, de manera que pediré un sorbete y un cordón de regaliz. Y cuando ella se vuelva para alcanzarlos, metes tú el ratón a toda prisa en los inflamofletes.

            Así quedó todo dispuesto. Entramos en la tienda con cierto aire ufano y arrogante. Nosotros éramos ahora los triunfadores, y la señora Pratchett la víctima. Estaba de pie tras el mostrador, y sus malignos ojillos de puerco observaban, suspicaces, nuestra entrada.

            -Un sorbete, por favor -le dijo Thwaites, tendiéndole un penique.

            Yo me mantuve a la zaga del grupo, y cuando vi que la señora Pratchett volvía la cabeza un par de segundos para sacar un sorbete del cajón, levanté la pesada tapa de cristal del tarro de los inflamofletes y dejé caer el ratón dentro. Luego coloqué de nuevo la tapa lo más silenciosamente que puede. Me latía el corazón como loco y tenía las manos llenas de sudor.

            -Y un cordón de regaliz, por favor -oí decir a Thwaites. Cuando me volví, puede ver a la señora Pratchett sosteniendo el cordón con sus cochinos dedos.

            -No os quiero a todos aquí dentro en pandilla si sólo va a comprar uno de vosotros -nos chilló-. ¡Conque, largo! ¡Hala, fuera!.

            En cuanto nos vimos en la calle, echamos a correr.

            -¿Lo has hecho? -me gritaron.

            -¡Claro que sí! -repuse yo.

            -¡Muy bien! -dijeron ellos-. ¡Has estado fenómeno!.

            Me sentía un héroe. Era un héroe. Resultaba maravilloso ser tan popular.

Roald Dahl. Boy (Relatos de infancia)

Penique: Moneda inglesa, centésima parte de una libra esterlina.

Ufano: Engreído, satisfecho.

Resumir el texto anterior

Superado cuando el alumno/a redacta la historia de forma clara, con coherencia, y distinguiendo con claridad la introducción, el núcleo o desarrollo y el desenlace o final.